Artículo publicado en Memoria 10 años Bodegón Cultural de Los Vilos
Verano en París del 2006. Un
martes. Día de la semana en que los museos de Francia trabajan a puertas
cerradas. Me encontraba en la rue Geoffroy Saint-Hilaire, frente al Museo de
Historia Natural (MNHN), a la espera de una reunión con su director para
proponerle dirigir mi tesis doctoral en Sociología de la Cultura y Mediación
Cultural. A las 5 de la tarde me hicieron pasar por el ingreso administrativo y
subir a un tercer piso donde estaba la oficina de Michel van Prâet, una
reconocida autoridad en el tema de los públicos de los museos. Los nervios me
invadían y no era para menos: buscaba
convencerlo de guiarme durante cuatro años en una investigación que se basaba
en un cúmulo de intuiciones y donde el objeto de estudio se presentaba de
manera muy difusa. Pera ya estaba ahí. No me quedaba otra alternativa que
expresarle mi certeza sobre la importancia de analizar, a la luz de la
experiencia francesa, el espacio de los públicos y de la mediación cultural en
el Chile actual, aún cuando no sabía muy bien a qué espacio me refería.
Comencé a hablar. Le conté que
entre el 2001 y el 2003 había trabajado en la instalación de una institución
cultural en una pequeña ciudad al norte de Santiago de Chile, donde las
manifestaciones culturales no eran tantas, la diversidad era escasa y las
posibilidades de encuentro con las artes eran mínimas. La institución se
llamaba Bodegón Cultural de Los Vilos y buscaba constituirse como un espacio de
producción y difusión artística y cultural
para proyectos locales y nacionales. Ella arribaba, en primer término,
para satisfacer la falta de infraestructura territorial y proponer una oferta
de calidad que fuera gratuita.
Le conté también que cuando el
centro cultural abrió sus puertas no fue invadido por hordas de personas como
esperábamos. A pesar de que el edificio era bastante visible, que se encontraba
ubicado en un lugar estratégico de la ciudad y que habíamos realizado una
fuerte campaña de prensa en los medios locales, parte importante de la
comunidad no llegaba. Frente a ello, nos
habíamos dado cuenta que la sola existencia de la institución, de su
programación y de la difusión periodística no eran suficientes; al parecer, el
reto de promover las artes y la cultura como factor fundamental para el
desarrollo humano en una comunidad iba más allá de generar las condiciones para
el acceso físico. Ese objetivo implicaba también enfrentar barreras mucho más
complejas: aquellas referidas a un acceso simbólico. ¿Cómo hacer que los
habitantes de la ciudad reconocieran la nueva institución como un espacio para
ser ocupado y vivido por ellos? ¿Cómo favorecer su apropiación y promover un
sentido de pertenencia en torno a ella?
Estas preguntas nos llevaron a
asumir otro tipo de desafíos y estrategias: primero, dejar de pensar en la
comunidad como un todo homogéneo; segundo, identificar con mayor especificidad
a nuestros potenciales públicos; tercero, salir a buscarlos y sensibilizarlos;
cuarto, ofrecerles herramientas que permitieran disminuir esa distancia
cognitiva y simbólica que los separaba del proyecto; quinto, generar estrategias
de acompañamiento al interior del centro cultural que favorecieran la
apropiación del espacio en sus distintas dimensiones. Y todo ello significaba
entender el proyecto de la institución como un proceso de largo aliento donde
los resultados y el impacto no se verían mañana ni pasado, sino que empezarían
a percibirse paulatinamente con el correr de los años.
El director del MNHN me miraba
atento y seguía escuchando paciente mi relato. Continúe diciendo que luego de
esa experiencia en Chile había llegado a vivir a Francia para estudiar y
trabajar en la institución cultural del Parque y Grande Halle de La Villette,
reconocida, en otros, como un laboratorio de democratización cultural. Fue allí
donde descubrí que las acciones que realizábamos en Los Vilos estaban
organizadas y sistematizadas en políticas de públicos y eran contenidas bajo el
concepto de mediación cultural. Fin de mi monólogo.
De lo que hablamos cuando decimos mediación cultural
Ahora fue él quien comenzó a
hablar. Me explicó que en términos generales, el concepto de mediación cultural
(MC) se refiere a esa amplia gama de
intervenciones y relaciones complejas que se producen entre las obras y los
públicos. Efectivamente, la noción surge en Francia en la década del 60 en el
marco de las políticas de desarrollo cultural. Luego, a partir de los 80, se
instala en el campo de los museos como estrategia de acción inherente a los
principios de democratización cultural con el fin de favorecer el acceso a las
artes y la cultura -tanto a nivel físico, cognitivo como simbólico-, luchar
contra la exclusión cultural y fomentar de la participación ciudadana en este
ámbito. Frente a estas primeras definiciones, recordé una cita de otro
estudioso del tema: “Para que una
política cultural pueda tener sentido hoy, debe propiciar las condiciones para
favorecer la mediación cultural. Se trata tanto de democratizar el acceso a una
cultura compuesta de objetos consagrados, como de facilitar y suscitar una
diversidad de espacios en los que la experiencia estética se pueda desarrollar.”[1]
Hoy -siguió diciendo el director-,
la MC designa una situación de comunicación, medios de interpretación,
encuentros e intercambios entre tres polos: los objetos de arte y cultura (y
sus creadores), las instituciones culturales que los acogen y los diferentes
públicos que los aprecian. La MC es responsable de generar progresivamente un
diálogo que circule entre estos tres polos, asegurar un acompañamiento para los públicos y contribuir al tejido
relacional entre un establecimiento cultural y sus usuarios. Este trabajo va
más allá de una simple traducción/explicación de propuestas artísticas,
conocimientos académicos, usos y valores definidos por un grupo: la MC tiene
por misión promover la interpretación de los proyectos artísticos y culturales,
aportando las herramientas necesarias para la construcción de una mirada
crítica en el público.
En términos concretos
–continuaba-, la MC se materializa en acciones y productos que van desde la
elaboración de folletos, hojas de sala, catálogos, paneles de presentación,
sistemas de montajes que favorecen la interactividad y participación; la
implementación de visitas guiadas, audio-guías, conferencias, conversaciones y
encuentros con los artistas, talleres de formación, entre otros, hasta el desarrollo
programas de educación artística vinculados al currículum escolar.
Mientras él hablaba, yo seguía
haciendo un paralelo entre París y Los Vilos. En Francia las políticas de
públicos son definidas y organizadas a partir de una reflexión previa y
profunda en torno a elementos que constituyen los tres polos mencionados y a
sus posibilidades de encuentro. Un programa de MC tiene como punto de partida
los principios, misiones y objetivos que guían las acciones de la institución;
luego considera la naturaleza y problemáticas de los objetos artísticos y
culturales que serán dados a conocer y, paralelamente, toma en cuenta los modos
de vida, experiencias, sistemas de representaciones, de referencias culturales,
el imaginario y la cultura de las personas que serán beneficiadas. “Es a partir de allí que puedes establecer
puentes entre objetos y públicos y generar las condiciones para posibles
relaciones que son legitimadas por el espíritu y vocación de la institución
cultural, actor que propone y es mandante
del programa de MC”, me explicaba mi futuro profesor.
Por otra parte, estas estrategias
están claramente inscritas en un territorio definido - tanto físico como
simbólico-, y son abordadas como un proyecto de continuidad a largo plazo.
Desde esta perspectiva, queda en evidencia el rol fundamental que puede cumplir
la MC en la articulación de lo social y espiritual, en la confrontación entre
el individuo y el mundo, en la relación entre pasado y futuro, desde una acción
en el presente. Por último, cabe que relevar que la mayoría de las
instituciones culturales francesas cuentan con Direcciones de Públicos que
tienen a su cargo Servicios de estudio para medir los efectos de las acciones
de mediación cultural, tanto en términos cuantitativos como cualitativos. Es de
esa manera que se asegura un seguimiento, la producción de información, la
readecuación de las estrategias en función de los cambios y nuevas necesidades
de los públicos y, finalmente, que se
puede evaluar el añorado impacto, entendido como la modificación y/o evolución
de comportamientos frente a las prácticas culturales.
No podemos olvidar que un proyecto
de desarrollo cultural es un proceso de aprendizaje. Porque la disposición
estética, como ya planteaba a fines de los 60 renombrado sociólogo de la
cultura Pierre Bourdieu, no funciona como un don innato: la sensibilidad se
educa a lo largo de toda la vida en sus distintas instancias de
sociabilización. Y si por diversas circunstancias de la vida, la familia no
pudo aportar mucho a la conformación de ese capital cultural, la escuela y las
instituciones culturales tienen el deber de asumir el rol en ese proceso.
El Bodegón Cultural como proyecto de mediación
El 17 de enero del 2002, el
Bodegón Cultural de Los Vilos abría de manera oficial sus puertas. En el
discurso inaugural, su director, Jorge Colvin planteaba que: “Este Bodegón que hoy se abre nuevamente a
esta comunidad ha sido posible gracias al trabajo generoso y desinteresado de
un grupo de personas. Todos los que han creído en este proyecto, todos los que
han trabajado por restaurar esta antigua bodega de puerto, todos los que han
dedicado horas de su tiempo para levantar y darle vida a este nuevo centro del
patrimonio cultural y social de la zona, han empezado a cultivar… están abriendo
un nuevo camino… están haciendo cultura. Queda todo por delante… porque la
cultura no es un fin en sí misma… es un medio de acción. Es un lazo de
fraternidad y de unión entre personas. Es un motor que desarrolla
posibilidades. Y desde lo más profundo de estas posibilidades, surge hoy, para
trascender, el espíritu del Bodegón Cultural de Los Vilos”.
En esos momentos, no conocíamos el
concepto de MC. Sin embargo, ahora resulta evidente que ese espíritu con el que
nacía el Bodegón lo instalaba desde ya como un proyecto de mediación cultural.
Aún cuando en nuestra declaración de principios fundacional no formulamos
técnicamente una política de públicos, sí teníamos muy claro los valores y
características del territorio y la comunidad; también sabíamos que nuestra
programación debía portar un alto grado de diversidad para llegar a un mayor
número de personas y que teníamos abordarla en distintos niveles para
establecer puentes con los diferentes públicos.
Sobre la marcha nos dimos cuenta
que un proceso de democratización cultural que busca favorecer el acceso y
generar estrategias para “llenar” el centro cultural no puede ser aprehendido
ni medido solamente a partir del conteo de entradas, sino que su evaluación
requiere buscar respuestas a otro tipo de preguntas: ¿Queremos que los
visitantes sólo entren una vez o perseguimos que esa primera experiencia se
transforme en una práctica? ¿Pretendemos que nuestro público observe
pasivamente lo que ofrecemos o que se abra a posibilidades de encuentro activo
con las artes, la cultura y, en definitiva, con ellos mismos en su dimensión
individual y social? ¿Buscamos que los nuevos públicos correspondan a esas
personas con un capital cultural mayor, pero que hasta entonces no se
interesaban? ¿O queremos también penetrar en grupos considerados desfavorecidos
o con menos recursos para el desarrollo de prácticas culturales, en términos
económicos, cognitivos y simbólicos?
Fue a partir de allí que el
Bodegón comenzó a aterrizar sus objetivos, definiendo estrategias de sensibilización
y formación cada vez más específicas, y siempre teniendo claro el marco global
de su acción, una mirada de continuidad y la necesaria inscripción en el valle
del Choapa. En otras palabras, lo que hacíamos era constituirnos como proyecto
de mediación cultural en su doble dimensión: una formativa y de sociabilización
secundaria, y otra referida a la función social y política de la MC.
La cuidada programación artística,
los talleres y actividades que se han realizado durante más de 10 años han sido
capaces de construir puentes, asegurar el acercamiento, establecer contacto,
favorecer la apropiación del proyecto y aportar al acervo de capital cultural
individual y colectivo. El proyecto de educación ambiental y expresión
artística “Los niños de Los Vilos pintan
el medioambiente” (2001-2002) fue un potente pie inicial que logró
establecer fuertes vínculos con la comunidad escolar que se mantienen hasta
hoy. La exposición “Federico Lohse, el
pintor de Los Vilos” (2002), que
rescataba al artista local naif y ponía en valor la historia de Los Vilos
retratada en sus cuadros, logró convocar a diferentes grupos sociales que hasta
entonces no se habían adentrado en el nuevo espacio. El proyecto “Vestigios originarios del trazo” (2002), en el que se ponían en
valor os petroglifos y diseños de la tradición alfarera prehispánica de la zona, sentó las bases para un trabajo
sistemático de conocimiento, conservación y valorización este patrimonio.
Y así seguimos trabajando. Poco a
poco, niños, jóvenes, profesores y organizaciones culturales y sociales de la
comunidad se han ido constituyéndose en un relevo de nuestra acción y se han
transformado en los principales embajadores-mediadores del proyecto con su
entorno inmediato.
Por otra parte, vemos cómo hoy
nuestra institución cumple un importante rol articulador de intereses diversos
de los distintos grupos sociales con respecto a lo que se aspira como mejor
calidad de vida para la ciudad. Su voz se encuentra legitimada frente a
problemáticas que van más allá del programa artístico y cultural que ella
propone. Hoy el Bodegón es percibido como un ente generador de espacios en los
que se relevan puntos en común entre los diferentes actores sociales y desde
donde es posible construir propuestas integrales y coordinadas para el
desarrollo cultural, social, urbano y económico del territorio.
El público lleno
Eran ya las seis y media de esa
tarde en Paris y al fin se produjo un instante de silencio entre el director
del Museo de Historia Natural y yo. Me di cuenta que había logrado mi objetivo,
pues él aceptaba guiar mi tesis. Nuestro encuentro terminaba y había llegado la
hora de despedirnos. Fue entonces que vino mi regalo. “¿Quieres irte por donde entraste o te gustaría salir por el museo a
través de la “Gran galería de la evolución?”, me preguntó. Sentí que me
brillaban los ojos y no dudé ni un segundo en optar por la segunda alternativa.
Él me acompañó hasta la puerta que conectaba las oficinas con la galería del
museo y rápidamente desapareció.
Allí me quedé parada, sola, frente
a un espacio de tres pisos con una impresionante nave central que se encontraba
tenuemente iluminada y en absoluto silencio.
Delante de mi se presentaba la posibilidad de hacer un recorrido por la historia
y evolución de la vida en la Tierra. Veía a la distancia animales de
dimensiones prehistóricas, vitrinas repletas de objetos, paneles colgantes con
textos e imágenes. En un primer momento me sentí intimidada frente a esa
inmensidad, pero eso no logró hacerme desistir. Pienso que la experiencia de
estar habituada a los museos tras tantas visitas a lo largo de la vida me
permitió romper la barrera y lanzarme a ese recorrido inolvidable durante el
cual se me vinieron a la cabeza un sinfín de recuerdos, cuentos de niños, las
clases de ciencias naturales, mis primeros insectarios, relatos de Julio Verne…
Me sentí abducida por una máquina del tiempo que me trasladó a mi infancia.
Volvía a ser niña en un espacio donde pude jugar, donde era libre, dueña de
todo eso. El museo existía, me hablaba y
vivía para mi.
A las 20.00 h crucé la puerta de
salida y fui de vuelta a la realidad de los 28 grados de calor. Pero ya no era
la misma de hace tres horas. Me sentía llena, colmada de emociones, conmovida y
muy contenta.
Entonces me pregunté qué podría
significar realmente llenar un museo. Más allá de lograr un espacio atiborrado
de gente, creo que el desafío se relaciona principalmente con la posibilidad de
completarlo en su complejidad; de conseguir que los objetos y tesoros que
resguarda se encuentren complementados y acompañados de manera permanente por
esa serie de condiciones y acciones entendidas como mediación cultural. De esa
manera la colección, exposición o proyecto cultural puede cobrar vida para
dialogar con sus públicos, construir sentido y establecer una relación íntima y
vital entre objeto y sujeto. Y es ahí donde puede ocurrir lo importante: que
cuando las personas dejen el museo, teatro, sala de música o la institución que
sea, sientan que la experiencia que han vivido en su interior los ha dejado
llenos.
Epílogo
Primavera en Los Vilos 2012.
Lunes. Día en que el Bodegón Cultural trabaja a puertas cerradas. Me encontraba
en las oficinas administrativas con sus directores, Jorge Colvin y Fernando De
Castro, preparando la celebración de los 10 años de vida de la institución.
Decidimos hacer un recorrido por las instalaciones para planificar los últimos
detalles y, finalmente, entramos a la gran sala de exposiciones que ese día
estaba vacía esperando la nueva muestra. En un instante se me vinieron a la
cabeza los recuerdos de esa experiencia del año 2006 en el Museo de Historia
Natural de París, así como la sensación de enorme privilegio que me había
invadido una vez fuera del museo…
Me di cuenta, entonces, que estos
diez años de mediación que ha realizado nuestra institución han aportado a la
construcción de un espacio común en el que se despliegan relaciones de
confianza para que la comunidad puede expresar sus necesidades y anhelos, desenvolverse en sus
dimensiones íntimas y colectivas, complementarse en sus intereses y
complejidad. Finalmente, me dije, lo que ha hecho el Bodegón durante todo este
tiempo ha sido, sobretodo, ofrecer un privilegio.
Seguimos nuestro paseo y nos
enfrascamos en una animada conversación durante la que revisitamos muchas de
las exposiciones y actividades realizadas, recordamos anécdotas, repasamos la
lista de personas que han participado y ocupado este espacio y nos sorprendimos
al constatar que eran demasiadas. Y fue en ese momento donde me di cuenta que
lo que entregaba el Bodegón era mucho más que un privilegio. Lo que había
ofrecido durante estos diez años era la posibilidad de acceder a un derecho. El
derecho ciudadano de vivir esa profunda experiencia sensible que significa el
encuentro activo con las artes y la cultura.
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